La Revolución Industrial No Fue un Fracaso

Un economista me contó una vez una conversación que tuvo con su sobrina adolescente sobre el contenido de su clase de historia global en el instituto. Cuando le preguntó sobre la Revolución Industrial, ella respondió que había cosas buenas y malas en ella. Al final, se reducía a un lavado entre lo bueno y lo malo.

A raíz de esta anécdota, empecé a preguntar a mis propios alumnos sobre sus valoraciones de la Revolución Industrial. El conjunto de respuestas que obtuve fue más o menos el mismo: el estándar de vida no aumentó para los pobres; sólo los ricos se enriquecieron; las ciudades estaban sucias y los pobres sufrían de mala salud; los artesanos fueron desplazados; las máquinas infernales de la Revolución atontaron a los trabajadores, etc. En otras palabras, el imaginario que parece haber calado en el imaginario popular es uno que se asemeja a la versión marxiana de la historia que solían enseñar personas como Eric Hobsbawn.

Antes de eso, sabía que había una gran desconexión entre los conocimientos empíricos que se han generado desde los años 60 y lo que dominaba el imaginario popular. Sin embargo, nunca había imaginado que el abismo fuera tan grande.

Por ello, toda nueva investigación sobre el tema del estándar de vida durante la Revolución Industrial merece ser comunicada para salvar la brecha. Dos artículos recientes, publicados en la European Review of Economic History, que analizan el estándar de vida en Gran Bretaña (la cuna de la industrialización) durante la Revolución Industrial, ofrecen esa oportunidad de salvar la brecha.

Una forma de entender la evolución del nivel de vida británico durante la Revolución Industrial es considerar el debate entre pesimistas y optimistas (estas son las etiquetas utilizadas en la literatura). Ese debate se reduce a identificar cuándo comenzó el aumento sostenido del nivel de vida. Ambos grupos tienden a centrarse en los índices salariales porque éstos hablan del nivel de vida de las personas que se encuentran en la parte inferior de la distribución de la renta. Los optimistas (encabezados por historiadores económicos como Max Hartwell, T.S. Ashton y Jeffrey Williamson) sostienen que este aumento sostenido del nivel de vida comenzó en la segunda mitad del siglo XVIII. Los pesimistas (encabezados por historiadores económicos como Charles Feinstein y Gregory Clark) sostienen que el aumento sostenido comenzó después de la década de 1820. Los pesimistas también sostienen, aunque no uniformemente, que el nivel de vida era más bajo antes del aumento. A veces, también argumentan que el aumento no fue tan rápido como lo describen algunos de los optimistas. En otros casos, algunos estudiosos aceptan los argumentos de ambos bandos (por ejemplo, uno sostendrá que el nivel de vida era inferior al descrito antes de 1800, pero que el aumento sostenido comenzó en el siglo XVIII).

Hay que fijarse más en las similitudes que en las diferencias. De hecho, ninguno de los dos grupos sostiene que no haya habido un aumento sostenido. Se limitan a debatir, en una ventana de unas pocas décadas, el momento del aumento. En cierto modo, esto significa que el peor de los escenarios (es decir, el que plantean los optimistas) sigue siendo contrario a la representación incrustada en el imaginario popular. En otras palabras, incluso el pesimista más extremo acabará rebatiendo la idea de que los pobres se hicieron más pobres.

El primero de los dos artículos, escrito por Luis Zegarra, introdujo una serie de modificaciones en la forma de deflactar los salarios. Por lo general, el enfoque utilizado por los historiadores económicos consistía en crear una cesta de bienes que se asemejara a una cesta de la pobreza. En otras palabras, si uno no podía permitirse esta cesta, sería abyectamente pobre y la mera subsistencia estaría en peligro. Normalmente, esto implicaba fijar las cantidades de ciertos bienes (por ejemplo, kilos de carne de vacuno, harina, etc.) para garantizar el consumo de un mínimo de calorías. Zegarra, con razón, argumentó que esto era un error. En el pasado, las personas eran racionales y se enfrentaban a múltiples limitaciones simultáneamente: intentaban encontrar la cesta de productos más barata y al mismo tiempo maximizar la cantidad de calorías, proteínas y otros nutrientes. Así, variaban la composición de la «cesta de la pobreza» para reflejar las características y los precios relativos de los distintos bienes alimentarios. Zegarra procedió entonces a medir estas cestas metodológicamente superiores. Obtuvo dos conclusiones importantes. La primera es que los niveles de vida eran más bajos que los descritos en las obras anteriores de historia económica. Descubrió que el nivel de vida en Londres (es decir, una representación de Inglaterra) estaba sobrestimado en un 40%. La segunda es que el aumento del nivel de vida se mantuvo a partir de 1600.

El segundo artículo, escrito por Daniel Gallardo-Albarrán y Herman de Jong, decidió dar un paso más e intentó medir el bienestar de la forma más amplia posible. Crearon un índice ponderado de salarios, horas de trabajo, esperanza de vida al nacer y desigualdad. Este índice ponderado pretende reflejar que los niveles de vida no son unidimensionales, ya que la calidad de vida es algo más que el salario ganado. Aunque personalmente soy escéptico en cuanto a la inclusión de los índices salariales junto a la desigualdad (ya que los índices salariales pertenecen a los más pobres), sus resultados proporcionan forraje de alta calidad a los pesimistas. De hecho, confirman que el nivel de vida se estancó (y descendió un poco) durante la segunda mitad del siglo XVIII. Sin embargo, también muestran que hubo un importante aumento del nivel de vida entre 1800 y 1850. De hecho, muestran un aumento más rápido: mientras que las medidas convencionales como el PIB per cápita muestran un aumento del 32% durante esos años, Gallardo-Albarrán y de Jong encuentran un aumento del bienestar del 39%. Los cambios durante la primera mitad del siglo XIX aparecen, pues, en continuidad con los de la segunda mitad. En otras palabras, el aumento comenzó más tarde, pero hubo un aumento sostenido y pronunciado.

Las conclusiones de estos artículos son increíbles para cualquiera que pretenda salvar la brecha entre el conocimiento académico y la imaginación popular. Demuestran que, incluso en el peor de los casos, la Revolución Industrial constituyó un desarrollo trascendental y positivo en cuanto a la calidad de vida de los más pobres.

 

Traducido por el Equipo de Somos Innovación

 

Fuente: American Institute of Research

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