Por qué la Globalización Es Buena Para el Medio Ambiente

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La globalización está siendo atacada de una forma que apenas podía imaginarse hace unos años. El hecho de que el ex-presidente de EE.UU. se autoproclame con orgullo «el hombre de los aranceles» es una prueba de ello.

Pero no se trata sólo de eslóganes: las estadísticas muestran un reciente descenso de los flujos comerciales y de las inversiones extranjeras directas. Sorprendentemente, el comercio como porcentaje del PIB mundial aún no ha recuperado su nivel anterior a la crisis financiera.

Lo más desconcertante es la extraña alianza que se ha formado en la lucha contra la libre circulación de bienes, servicios y capitales. Por un lado, los comunitaristas tradicionales se lamentan de la deslocalización de puestos de trabajo, ya que las industrias nacionales hacen las maletas y se trasladan a otros lugares en busca de mano de obra más barata. Por otro lado, los ecologistas de izquierda sostienen que los esfuerzos por promover la globalización -como los pactos comerciales multinacionales- no son más que un disfraz con el que enmascarar los deseos de las empresas occidentales de buscar, entre otras cosas, normas de contaminación más laxas.

Sin embargo, las conclusiones de un artículo publicado recientemente refutan al menos la última de esas quejas: que la globalización debe ser necesariamente perjudicial para el medio ambiente. En el Journal of International Economics, los académicos Arlan Brucal, Beata Javorcik e Inessa Love analizan los datos a nivel de planta del Censo Manufacturero de Indonesia entre 1983 y 2001. Lo que descubren es que las fábricas que fueron adquiridas por empresas extranjeras redujeron su intensidad energética en torno a un 30%, dos años después de ser compradas por empresas multinacionales.

Los autores proponen una serie de razones para ello. La primera de ellas es la idea de que, como la producción tiende a aumentar cuando una empresa es adquirida por un propietario extranjero (debido en parte a cosas como el acceso a nuevas redes comerciales que posibilita la empresa matriz), esa empresa puede invertir más fácilmente en aumentar la eficiencia energética. La lógica es intuitiva: si se venden más productos, se obtienen más beneficios y se dispone de más dinero para invertir en tecnologías de ahorro energético.

En segundo lugar, el documento señala el hecho de que, precisamente porque las empresas de propiedad extranjera suelen vender más en los mercados extranjeros, el uso de «tecnologías y prácticas de gestión eficientes desde el punto de vista energético puede transmitirse a sus filiales en los países en desarrollo para mantener sus estándares de producción y cumplir los requisitos de sus mercados de exportación, preocupados por el medio ambiente».

De hecho, esta cita refuta directamente la teoría de la «carrera hacia el abismo» de las normas de contaminación que muchos activistas de izquierdas intentan vender. Por el contrario, subraya cómo las empresas se adaptan voluntariamente a las normas más «éticas» exigidas por los consumidores que viven en países privilegiados y ya desarrollados. También demuestra cómo este proceso se produce de forma espontánea y a instancias del mercado, no de estrictos mandatos gubernamentales.

Otras ideas expuestas en el documento son que las fábricas con mayor intensidad energética tienden a reducir sus intensidades de emisión más que las que ya eran menos intensivas, y que el descenso de las intensidades de emisión en general se asoció positivamente con una mayor presencia de filiales extranjeras.

Pero el documento de Brucal, Javorcik y Love no es, ni mucho menos, el primero que aborda la relación, a menudo positiva, entre el libre comercio internacional y los mejores resultados medioambientales.

Ya en el siglo XVIII, la obra de Adam Smith La riqueza de las naciones explicaba por qué el libre comercio es fundamental para la conservación eficaz de los recursos escasos, un paralelismo útil para el ecologismo moderno.

En el segundo capítulo del cuarto libro de la obra magna de Smith, éste explica cómo «por medio de cristales, semilleros y paredes calientes, se podrían criar muy buenas uvas en Escocia». Pero hacerlo, continúa Smith, sería treinta veces más costoso que simplemente importar uvas de climas más hospitalarios.

Lo que Smith invoca aquí es el concepto de ventaja comparativa -famosamente perfeccionado más tarde por otro economista británico, David Ricardo- que afirma que todas las economías tienen puntos fuertes y débiles relativos en la producción de diferentes bienes y servicios. El ejemplo de Smith muestra cómo la intensidad de recursos de la producción de ciertos bienes puede variar entre las distintas economías, demostrando la lógica, tal vez contraintuitiva, de por qué puede ser mejor, desde el punto de vista medioambiental, importar los bienes que demanda una economía, en lugar de producirlos todos localmente en un sistema de autarquía.

Otro papel clave de la globalización en la conservación del medio ambiente es el aumento de la renta per cápita. Economistas como Gene Grossman y Alan Krueger han demostrado que, a medida que las sociedades se enriquecen, acaban teniendo un medio ambiente de mejor calidad. De hecho, se han observado las llamadas «curvas de Kuznets medioambientales» en bienes naturales como la calidad del agua y del aire, la cubierta de árboles y los contaminantes químicos.

La crítica de la izquierda al capitalismo se centra a menudo en que (aparentemente) es un sistema de explotación de los trabajadores y, cada vez más, del medio ambiente. Un examen más detallado de las pruebas sugiere lo contrario. Lejos de despojar al planeta de sus recursos, un verdadero sistema capitalista garantiza que tomemos sólo lo que queremos, lo utilicemos de la manera más eficiente posible y conservemos el resto para que todos lo disfruten.

 

Traducido por el Equipo de Somos Innovación

 

Fuente: CapX

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